Cuando los saduceos desafiaron a Jesús a defender la realidad de la resurrección (Lucas 20:27-39), intentaban socavar un elemento fundamental del sistema de enseñanza de Jesús. En su respuesta, el Señor confió en las Escrituras y el poder de Dios. Él demostró que el Antiguo Testamento testifica el hecho de una futura resurrección de los justos de entre los muertos (Lucas 20:37-38) y también afirmó que Dios es completamente capaz de transformar nuestros cuerpos humildes e incluso los sistemas terrenales fundamentales (Lucas 20:34-36) en la era venidera.
¡Qué maravillosa esperanza! Jesús declaró que “los que son tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo” son “hijos de la resurrección”, “hijos de Dios” y serán transformados en un estado glorioso similar al de los ángeles (Lucas 20:35-37, LBLA). Una vez resucitados, los fieles nunca volverán a morir, ni requerirán instituciones terrenales como el matrimonio.
Pero la resurrección no sólo transformará nuestros cuerpos en el futuro. La esperanza de la resurrección debe transformar nuestra forma de vivir en la era actual. Aquí hay tres llamadas a un carácter cambiado las cuales, según Jesús, son basadas en la convicción de ser resucitado un día a la vida eterna.
(1) Servir a otros
Aquellos que sólo tienen esperanza en este mundo buscan algún beneficio mutuo en sus relaciones; acumulan sus recursos, sólo se atreven a compartir si esperan que se les devuelva el favor de alguna forma equivalente, ya sea materialmente o para mejorar su estatus social. El que cree en la resurrección rechazará decisivamente este sistema de relaciones “quid pro quo” (algo por algo) y dará generosamente incluso a aquellos que no tienen medios, financieros ni sociales, para recompensarles en esta vida.
Jesús transmitió esta parábola a un fariseo que lo había invitado a una cena exclusiva con miembros de alto rango de su secta: “Cuando ofrezcas una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos, no sea que ellos a su vez también te conviden y tengas ya tu recompensa. Antes bien, cuando ofrezcas un banquete, llama a pobres, mancos, cojos, ciegos, y serás bienaventurado, ya que ellos no tienen para recompensarte; pues tú serás recompensado en la resurrección de los justos” (Lucas 14:12-14, LBLA).
(2) Confesar a Cristo con valentía
Sobre el tema de la persecución, Jesús instó a sus seguidores: “Amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer” (Lucas 12:4). ¿Qué implica esta declaración? Si esta vida temporal fuera todo lo que existiera, matar al cuerpo sería el acto supremo por el cual temer a un enemigo, ¡pero Jesús lo minimiza! Esta libertad del miedo sólo tiene sentido con la comprensión de que el cuerpo se levantará en una vida nueva e inmortal. El Señor puede rectificar una ejecución injusta de un cristiano tan fácilmente como tomar la mano de un niño y pronunciar suavemente su nombre para despertarlo del sueño (Lucas 8:52-55).
Si nos falta esta perspectiva, los insultos y amenazas de nuestros perseguidores podrían intimidarnos a guardar silencio. Sin embargo, con la garantía de Jesús de una resurrección que guía nuestro comportamiento, podemos aferrarnos a la promesa que él emite a continuación en Lucas 12: “Os digo que todo aquel que me confesare delante de los hombres, también el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios; mas el que me negare delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios” (Lucas 12:8-9). La creencia en la resurrección abre nuestras bocas para proclamar a Cristo sin temor.
(3) Hacer sacrificios
Al contrario del rico gobernante que eligió el tesoro en la tierra en lugar del tesoro en el cielo, Pedro puntualizó a Jesús: “He aquí, nosotros hemos dejado nuestras posesiones y te hemos seguido” (Lucas 18:18-28). La respuesta de Jesús es de gran consuelo para alguien que ha hecho tal sacrificio, pero tenga en cuenta cuándo se debe cosechar la mayor recompensa: “De cierto os digo, que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna” (Lucas 18:29-30). Jesús contrasta “en este tiempo” con las palabras “en el siglo venidero”. Cuando comparamos la frase similar en Lucas 20:35 (“aquel siglo”), no queda duda de que el Señor se está refiriendo a la resurrección.
La esperanza en la resurrección, para Pedro y tantos discípulos, les capacitó para elegir poner todo a los pies de Jesús. Sólo cuando nuestra fe falla, e insistimos en retener una porción en este mundo, nos sentimos obligados a contenernos. Con un ojo puesto en “las moradas eternas” (Lucas 16:9; cf. 12:33-34), podemos separarnos alegremente de nuestras posesiones por el bien del reino.
Conclusión
Si Pedro sacrificó mucho por el Señor, el Señor sacrificó más. Dio su propio cuerpo para ser golpeado y su sangre para ser derramada. ¿Qué pensamiento le dio la voluntad de sufrir estas cosas? Él conocía la exaltación que le esperaba en la gloriosa resurrección: “Será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y afrentado, y escupido. Y después que le hayan azotado, le matarán; mas al tercer día resucitará” (Lucas 18:32-33).
Como garante y primicias de la resurrección (1 Corintios 15:20), Jesús cumplió de la manera más maravillosa la profecía que se habló de él antes de su nacimiento: “la Aurora nos visitará desde lo alto, para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte” (Lucas 1:78). ¡Gracias a él, los cristianos anticipan un cuerpo transformado en el siglo venidero, y viven una vida transformada en esta era!
–Brigham Eubanks