Si usted es como yo, quizá la idea de viajar en avión le interese hasta cierto punto, pero probablemente se siente más a gusto con sus pies en tierra firme. Lo cierto es que a todos nos gustaría evitar la posibilidad, por muy remota que fuera, de sufrir alguna desgracia en el aire.
Gracias a Dios, prácticamente todos los vuelos que he realizado durante mi vida se han producido sin mayores incidentes. De hecho, los únicos problemas que he experimentado no han sido aquellos en el aire sino en la tierra, antes de embarcarme en el avión. Los retrasos y vuelos cancelados, por ejemplo, son dos adversarios que me han causado algunos problemas.
Seguramente algunos de nosotros podemos identificarnos con aquellos que no han podido llevar a cabo sus planes debido a problemas fuera de su control. Pero, por desgracia, a veces el viajero mismo tiene la culpa de no poder llegar a su destino debido a su propia negligencia.
Esto fue exactamente lo que me sucedió hace varios años. Decidí visitar la ciudad de Nueva York unas horas antes de que mi vuelo saliera del Aeropuerto Internacional John F. Kennedy. Un amigo, con quien me iba a reunir en la ciudad, me convenció de que había tiempo suficiente para hacer un poco de turismo y me prometió acompañarme al tren que me llevaría al aeropuerto. Después de caminar por la “Gran Manzana” por un tiempo, me llevó al tren, nos despedimos y seguí sin pensarlo dos veces.
Habría sido fácil revisar el mapa de la ciudad que estaba en la pared del tren para asegurarme de que en realidad estaba viajando al aeropuerto. Incluso si no hubiera habido ningún mapa, lo más lógico habría sido pedirle a una persona capaz que me dijera cómo llegar a mi destino. Tenía toda la información necesaria a mi disposición; sin embargo, permanecí pegado a mi asiento, contemplando pasivamente lo que estaba sucediendo a mi alrededor.
A pesar de las buenas intenciones de este amigo de señalar lo que pensaba que era el camino correcto, antes de que me diera cuenta, estaba en Alto Manhattan, ¡lejos del aeropuerto! Había viajado todo ese tiempo en la dirección opuesta. Confié en mi amigo de todo corazón, pero ahora tendría que aceptar las consecuencias. Esa noche perdí el avión que me iba a llevar a Madrid y tendría que pasar otro día en Nueva York.
Mis planes no se realizaron tal como yo esperaba a causa de mi propia negligencia. Puede que el lector se pregunte: “¿No es culpable el que dio información errónea?” La verdad es que los dos fuimos culpables: él, por haberme señalado un camino que no llegó al destino prometido y yo, por haber cogido ese camino sin investigar por mí mismo si me conduciría a lo que esperaba.
Esta anécdota sencilla me hace reflexionar sobre cómo la gran mayoría de las personas religiosas en el mundo aceptan—sin pensarlo dos veces—las creencias que han recibido de sus padres u otros (Colosenses 2:8; 1 Pedro 1:18). Tienen a su alcance toda la información necesaria para no subirse al tren equivocado (Juan 14:6; 8:31-32; 2 Timoteo 3:16-17), pero, en vez de cuestionar las enseñanzas de los demás, se las tragan como “ruedas de molino”. Tienen una Biblia en casa, pero no la quitan de su lugar inalterable sobre la estantería o la mesita de noche. Y allí sigue, el “mapa” divino, patrimonio de todo viajero humano, esperando pacientemente que alguna alma hojee sus páginas polvorientas y siga sus indicaciones infalibles al único destino del cristiano fiel.
Equivocarse de tren ciertamente tiene sus inconveniencias temporales, pero coger el camino equivocado a Dios puede tener un impacto negativo en nuestro destino eterno (Mateo 7:13-14). ¿Por qué no lee la Biblia por sí mismo para saber si usted está “en la vía correcta” o no? Busque a Dios con todo su ser… y Él le llevará al destino prometido.
–Jerry Falk