Los esfuerzos evangelísticos sorprendentes del Señor
“En esto llegaron sus discípulos y se sorprendieron de verlo hablando con una mujer” (Juan 4:27, NVI).
Fue extraño que Jesús hablara con la mujer samaritana junto al pozo. Se sorprendió la mujer misma, tal como se indica por su pregunta: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?” (Juan 4:9). El apóstol Juan añade que los judíos y samaritanos no se trataban entre sí. Además, –y ella no lo dijo, pero Jesús sí lo sabía– la samaritana no tenía buena reputación. Pasaba de hombre en hombre (Juan 4:18). Por último, el mero hecho de que Jesús conversaba con una mujer (que se consideraba una pérdida de tiempo para un rabí en aquel entonces) asombró a los discípulos.
“Sin embargo, ninguno dijo: ¿Qué preguntas? o, ¿Qué hablas con ella?” (Juan 4:27) porque, al parecer, ya estaban acostumbrados a este hábito de Jesús. Él andaba con gente marginada.
Jesús miraba el corazón
Por ejemplo, el escritor inspirado Marcos relata en su evangelio que Jesús se podía ver comiendo y bebiendo con publicanos y pecadores. En una ocasión, mientras le observaban, los escribas y los fariseos preguntaron: “¿Qué es esto, que él come y bebe con los publicanos y pecadores?” (Marcos 2:16).
El problema con estos maestros religiosos es que llegaron a ciertas conclusiones basadas en lo que podían ver con sus propios ojos. Por contraste, Jesús conoce el corazón de los hombres (Juan 2:24-25). Él llega a conclusiones no basadas en nuestra apariencia, sino en nuestra realidad; no en lo que somos ahora, sino en lo que podremos llegar a ser.
¿Qué de nuestros esfuerzos?
¿Con quiénes andamos nosotros? ¿A quiénes predicamos? Deberíamos preferir, como Jesús, andar con los pecadores que reconozcan que están enfermos y estén dispuestos a recibir ayuda espiritual. El problema es que esto no es tan cómodo como predicar a los que ya aparentan ser justos. Pero acordémonos de que Jesús rechazó al joven principal, al rico y al que aparentaba ser justo, y aceptó en vez de él al mendigo ciego que gritaba su nombre y clamaba por su ayuda (Marcos 10).
–Brigham Eubanks