Marcos 14 relata un extravagante acto de amor y devoción hacia Jesús. En el versículo 3, una discípula sin nombre rompió un frasco de alabastro de ungüento costoso y fragante y lo vertió sobre la cabeza del Maestro. Según los espectadores, el valor del frasco y su contenido equivalía aproximadamente al salario de un año.
Aquellos que me conocen y mis hábitos conservadores de gasto personal no se sorprenderán al oírme admitir que, si estuviera presente en ese momento, podría haber sido encontrado entre los que protestaron: “¿Para qué se ha hecho este desperdicio de perfume?” (Marcos 14:4). Sin embargo, lo digo con vergüenza. Significa que no he aprendido el valor comparativo del dinero y del Salvador. Judas Iscariote, el traidor del Señor, fue otra voz que se opuso al acto, y ciertamente no quiero compartir con él su evaluación, especialmente frente a la gran alabanza de Jesús por la devoción de la mujer: “De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella” (Marcos 14:9).
¿Cuánto de nuestro dinero obtiene Dios?
¿Qué porción de nuestro dinero debe ir a Dios? ¿El diez por ciento? ¿El salario de un año?
De hecho, Jesús declara repetidamente que todo lo que poseemos y aun lo que vamos a poseer debe someterse a su uso, seamos pobres o ricos.
No pasó mucho tiempo antes de este episodio de la unción que Jesús elogió a una viuda indigente que contribuyó con dos pequeñas monedas al servicio de Dios: “ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento” (Marcos 12:44). En otra ocasión, Jesús, con un corazón de amor, pidió a un joven rico: “Anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres” (Marcos 10:21). Mientras este hombre rico no pudo hacer un sacrificio así, Pedro y los discípulos sí lo hicieron: “He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido”, testificaron ante el Señor (Marcos 10:28). Estas almas devotas recibieron la bendición de Cristo y la promesa de vida eterna (Marcos 10:29-30).
En la declaración más clara de todas, Jesús anunció: “Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:33). La decisión de convertirse en cristiano, por una parte, es una decisión de poner todas las posesiones de uno a disposición de Dios. Cuando nos bautizamos en Cristo, ¡tal vez deberíamos asegurarnos de que nuestras carteras permanezcan en nuestros bolsillos!
¿Qué significa “dejar todo”?
¿Había discípulos ricos en el primer siglo? Sí. Pero a estos cristianos se les instó: “sean ricos en buenas obras, generosos y prontos a compartir” (1 Timoteo 6:17-19, LBLA). Estar “prontos” a compartir significa que la decisión de compartir con los necesitados, especialmente con los creyentes (Gálatas 6:10), se tomó hace mucho tiempo, y cuando surge la oportunidad, no hay duda. Tales personas mentalmente, dentro de su corazón, ya han “dejado todo”.
Por lo tanto, leemos de muchas demostraciones dadivosas de generosidad en el Nuevo Testamento: “No había, pues, ningún necesitado entre ellos, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían, traían el precio de lo vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y se distribuía a cada uno según su necesidad” (Hechos 4:34-35, LBLA). Incluso entre los cristianos con menos recursos, la generosidad de dar fue notable: “Ahora, hermanos, deseamos haceros saber la gracia de Dios que ha sido dada en las iglesias de Macedonia; pues en medio de una gran prueba de aflicción, abundó su gozo, y su profunda pobreza sobreabundó en la riqueza de su liberalidad” (2 Corintios 8:1-2, LBLA).
Tendremos que elegir
Ya sea al dar a los necesitados, hacer ofrendas regulares al servicio del Señor (1 Corintios 16:1-2; Filipenses 4:15-16) o simplemente tener un estilo de vida más simple porque uno ha rechazado las formas mundanas de ambición, avaricia y la confianza en las riquezas, nuestro compromiso con Dios y nuestros bolsillos inevitablemente encontrarán conflicto.
Dejemos que nuestras decisiones financieras se rijan enteramente por la convicción de que Jesús es Rey, y que no somos más que viajeros en el mundo con nuestros tesoros en el cielo. Que los observadores juzguen que somos derrochadores y extravagantes al servicio de los demás. Sólo lo habremos hecho como lo hizo la mujer que ungió a Jesús. Nuestra fe brillará, y habremos glorificado a Cristo por encima de la plata y el oro.
–Brigham Eubanks